Don Quijote y Agilulfo: dos modos de representación del signo
Foucault escribiría acerca de Don Quijote que él, en
sí mismo, era un signo. Una
representación de un ideal llevado a cabo mediante su ingeniosa
imaginación.
“Largo grafismo flaco
como una letra, acaba de escapar directamente del bostezo de los libros. Todo
su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya
transcrita. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura
errante por el mundo entre la semejanza de las cosas”. (Foucault, 1968: 53)
Don Quijote es la
medida de aquello que ha leído. Y cada
episodio, cada decisión, cada hazaña serán signos de que Don Quijote es, en
efecto, semejante a todos esos signos que ha calcado (Idem)
La materialidad de la
lectura extenuante de sus libros había llegado al punto de verse reflejado en
él y su armadura, con la transfiguración o deformación de una mente ‘cuerda’ a
una mente que desvariaba en aventuras inexistentes. Esta palabra última, trajo
a mí una lectura que realicé con anterioridad sobre El caballero inexistente del escritor Ítalo Calvino. Si tuviera que
pensar en algunas similitudes entre estos dos textos, donde sus historias
transcurren en el medioevo, diría que la gran semejanza consiste en dos seres
que creen ser caballeros. Tanto uno
como otro se inscriben en clave diplomática, autoproclamándose caballeros.
Sin embargo, aunque
Agilulfo[1]
afirmaba haberse convertido en caballero por rescatar a una virgen de las manos
de unos bandidos, su mayor aventura consistiría en buscar la reivindicación de su dignidad y renombre; ya que con la
aparición de Turrismundo, hijo de ésta, se pone en duda dicha virginidad y por
lo tanto también se pone en duda el título de caballero. Turrismundo se encargaría de demostrar al Rey Carlomagno
que Agilulfo se engañaba a sí mismo, y su principal prueba residiría en
encontrar a los Caballeros del Santo Grial a quienes les atribuía la
paternidad.
Mientras que en Don
Quijote encontramos una historia de un caballero muy seguro de sí, y en donde
la dignidad sólo es un motivo de humillaciones –no entendidas por él-. Los
desvaríos constantes, el episodio del capítulo XXI del Yelmo de Mambrino, y un
Don Quijote que no se da por vencido ni burlado, profundizan el aspecto
paródico de su título de caballero
andante.
Aun así, si debo pensar
en la gran diferencia entre ambos, resulta interesante volver a lo que menciona
Foucault sobre Don Quijote, él en sí mismo representaba un signo, mientras que
Agilulfo carecía de materialidad corpórea, el signo inconsistente –en tanto
materialidad– es una clara expresión de un ideal de perfección pero que carece
de corporeidad. Expresaría Calvino
(1960) que Agilulfo es un guerrero que
no existe. Y que para crearlo tomó los rasgos psicológicos de un tipo humano
muy difundido en todos los ambientes de nuestra sociedad; de ahí la creación
de la fórmula Agilulfo: inexistencia
cargada de voluntad y conciencia.
Hay que recordar que al
principio de la novela, Agilulfo se presenta ante Carlomagno y cuando le
pregunta por qué no se dejaba ver, éste se excusa diciendo: “—Porque yo no
existo, sire”.
Agilulfo había logrado
llamar la atención del rey por su resplandeciente armadura, ella relucía tanto
que el Rey le pide que levante su celada. En un acto de reticencia primero y
timidez después, finalmente levanta su Yelmo, y deja entrever que debajo de él
no había nada.
“— ¡Y ahora esto!
—Exclamó el emperador—. ¡Entonces tenemos entre nuestras filas un caballero que
no existe! dejadme ver.
Agilulfo pareció
vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El
yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimero no había
nadie”. (El caballero inexistente,
2015: 326)
Si en Don Quijote, su
armadura y él, en su esencia y cuerpo, representan el signo de los textos
leídos, en Agilulfo el signo pareciera desaparecer. En esta vaciedad solo
habitada por un no-signo (voluntad y
conciencia) a través de una armadura. Armadura como templo de un ideal de
honor, lealtad, coraje, excelencia… muy bien representados, también, en el Caballero de la Triste Figura.
Pero qué pasa cuando
los signos (visibles) no se asemejan ya a los seres (visibles). Sucede que
estos dos relatos trabajan como antagónicos uno de otro. Don Quijote, signo viviente de su corporeidad materializada
en su utopía de caballero andante con una conciencia de realidad tergiversada,
sólo ve los signos de lo que cree que es (existe en la realidad)[2].
“La conciencia del
personaje, su modo de sentir y desear al mundo (su orientación emocional y volitiva)
están encerrados como por un anillo por la conciencia abarcadora que posee el
autor con respecto a su personaje y su mundo”. (Bajtín, 1985: 20-21)
A propósito, explicaría
Petruccelli (2001): “así sintetiza Bajtin el origen y la posibilidad de esa
«totalidad de sentido» estable y necesaria que es el personaje, en el marco de
su teoría sobre el excedente de visión como principio creativo de los entes
ficcionales”. (p. 82)
Bástenos recordar el
episodio de los molinos de viento:
“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de
viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vio, dijo a su
escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a
desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco
más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos
las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena
guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de
la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza.
Aquellos
que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener
algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos
que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos
parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra
del molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de
las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en
oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a
las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna
eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer” (Don Quijote de La Mancha, 2007: 62)
En
cambio Agilulfo se despide del único signo que lo mantendría “vivo”, su
armadura. Esa única materialidad que revestía ella, queda para siempre en manos
de Rambaldo[3], mientras que él al sentir fracasar su empresa
–comprobar que era merecedor del título de caballero–, simplemente renuncia a
existir.
Con Don
Quijote, es hacia el final de su vida cuando recupera la habilidad de reconocer
esos signos (visibles/reales) del mundo, pero ya es tarde. En esta recuperación
de la conciencia, su corporeidad (o materialidad corpórea) lo abandona, deja de
este modo, así como Agilulfo, aquello que era objeto de su voluntad y vida, su
armadura.
“Cerró
con esto el testamento, y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en
la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió
después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo. Andaba la
casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama, y se
regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el
heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
En fin,
llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos, y
después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de
caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en
ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su
lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre
compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu…” (Don Quijote de La Mancha, 2007: 755)
Bibliografía:
Bajtin,
M.
(1985): Estética de la creación verbal. México. Editorial Siglo XXI
Calvino, Í. (2015):
El caballero inexistente en “Nuestros
antepasados”. Nota 1960 del autor.
Trad. del italiano Esther Benítez. España. Editorial Siruela
Cervantes, M. (2007): Don Quijote de La Mancha. 1ª ed. 1ª reimp. Buenos Aires. Editorial Gradifco
Foucault, M. (1968): Capítulo III: REPRESENTAR en “Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas”. Trad. Elsa Cecilia Frost. Argentina. Editorial Siglo XXI
Petruccelli, Ma. R. (2001): Construcción del personaje del ser en el Quijote. Rev. Gramma. Vol. 13. Pág. 82-89
[1]
Personaje principal de “El caballero Inexistente”.
[2]
“realidad” entendida en términos del mundo que crea para sí Don Quijote, es
decir, su propia realidad vista desde su
subjetividad.
[3] Rambaldo
es un personaje que anhela ser caballero, y mejorar su técnica para vengar la
muerte de su padre. Durante el transcurso de la novela acompañará, en parte, a
Agilulfo siendo su discípulo.
[4]
Pareciera inevitable recalcar el hecho de que las aulas dejaron ese “adentro”
que se constituían en una zona que reclamaba una institución, y que paradójicamente se encontraba en un
afuera. La actual situación pandémica derivó en la constante reflexión acerca
de las posibles formas de enseñanza-aprendizaje en aulas que se han disgregado
y reestructurado en aulas virtuales.
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